UN NO LUGAR

1 Feb

Era un sábado lluvioso de julio y, en medio de una mudanza apresurada y difícil, lo último que dejé en Trieste antes de llegar a nuestro pueblecito véneto fueron unos cuantos mazos de llaves, que eran todos los que tenía, en realidad: las llaves de la oficina, las de los apartamentos en los que trabajaba y las de mi casa. Simbólica y formalmente me excluía a mí misma del derecho de entrar en lugares que hasta ese momento habían sido de tránsito cotidiano y, aunque la voluntad de un cambio estaba muy radicada en mí, una parte de mi identidad se negaba a aceptar esa leve pero significativa reducción de espacio vital. 

La pérdida de espacio iba a ser un elemento fundamental de la primera época en la llanura padana. No del espacio privado, que quede claro: la generosidad con la que fui acogida por la familia de Omar y por sus amigos y vecinos amplió exponencialmente mi hogar, si por hogar se entiende el lugar en el que uno se siente querido y seguro. Tampoco se trataba de una pérdida de espacio físico: en la zona en la que vivimos hay grandes extensiones de campos por las que pasear y, en general, espacios naturales envidiables. 

El lugar que iba a echar de menos tenía más que ver con esa dimensión difícil de definir que en las ciudades se identifica generalmente con la calle: un espacio de forma y características variables que tiene la función de permitir el tránsito seguro de los peatones, pero también la interacción entre ellos, programada o casual. En los lugares que conocía, los edificios de apartamentos conviven, quizás a varios niveles, con oficinas, tiendas, escuelas, bibliotecas, y otros espacios públicos y privados. La promiscuidad de estos espacios lleva, generalmente, a personas distintas (y léase distintas en su acepción más amplia) a cruzarse por la calle, quieran o no quieran. Las ciudades en las que he vivido se me presentan así, como un entramado variopinto y apretado de sitios y experiencias.

En nuestro nuevo pueblo todo era distinto, y al principio no entendía nada. La población véneta no se desarrolla en vertical, sino en horizontal. No abundan los edificios de muchos pisos, sino las casas bajas y familiares, y pueblos y pedanías se suceden a lo largo de la carretera como una manta hecha de retazos. Salvo en los centros o en las ciudades, las habitaciones familiares se suceden en conglomerados sin aceras, separadas entre ellas por muros o vallas. Las pocas tiendas locales que sobreviven en las zonas rurales compiten con grandes centros comerciales que surgen en inmensos barrios de almacenes industriales. Siendo la población rural tan dispersa, las distancias para ir a hacer la compra o a visitar a los amigos son de varios kilómetros, por lo que el véneto rural medio se desplaza en coche la mayor parte del tiempo, y considera que pasear no es una forma de desplazamiento, sino un deporte que se realiza en sitios específicos durante el tiempo libre. 

Aun habiendo elegido muy conscientemente esta mudanza al campo, a la peatona obstinada que hay en mí le creaba mucha impotencia depender de la gasolina, y la falta de esa red urbana que me era tan familiar me desconcertaba. En ocasiones, caminando por los estrechos bordes de la carretera, me sentía aplastada entre la propiedad privada con vallas, que me era inaccesible, y la propiedad privada con ruedas, para la que yo era invisible. Transitando espacios en los que las posibilidades de encuentro eran irrisorias, los primeros meses sentía que estaba habitando un no lugar.

Las primeras claves de interpretación de esta nueva realidad me las dio Nadia, madre de Omar y mujer de extraordinario sentido común. Cuando llegamos al pueblo aquella primera semana lluviosa de agosto, Nadia tenía un regalo preparado para mí: había hecho una copia de todas las llaves de la casa de la familia, incluídas llaves aparentemente inútiles para mí, como las del garaje o el almacén. Había pensado que en esta nueva etapa iba a necesitar sentir que podía acceder a algunos sitios libremente, quería que sintiera que había espacios que me pertenecían a mí también, de forma oficial. Durante aquellas primeras semanas, Nadia me llevó también a conocer algunos sitios importantes, como el Cantiere, una sede comunitaria que alberga proyectos de inserción laboral en la que trabajadores y voluntarios gestionan una tienda de muebles de segunda mano, un lugar lleno de vida y de comunidad que se encontraba, para mi sorpresa, en medio de uno de esos asépticos polígonos industriales llenos de almacenes grises que tanta angustia me generaban.

El Véneto empezó a llenarse gradualmente de pequeños refugios de significado. El apartamento que parece abandonado es, si uno conoce la contraseña numérica para extraer las llaves del buzón, una sede de estudio y de encuentro autogestionada por los jóvenes del pueblo. Detrás de aquel muro en una calle sin aceras está l’Officina delle Api, sastrería social, a la que se accede por la puerta trasera de un carril secundario. En la planta baja de un edificio de viviendas populares en la periferia de Treviso está la sede de la cooperativa para la que tengo el honor de trabajar. Cuando iba a firmar el contrato, mi referente, Renè, me dijo que apoyara la mochila donde quisiera porque “a fin de cuentas, estás en tu casa”.

Si otras ciudades han sido para mí ese entramado colorido que mencionaba antes, el Véneto se me presentaba con otro aspecto: las distancias de este territorio no hablan de hilos superpuestos sino, más bien, de una gran constelación en la que cada espacio se descubre y se construye. Al final de una cuesta en el campo está Casa Giavera, la casa de todos; detrás de un almacén industrial, en el recodo insólito pero discreto de una carretera provincial, nos juntamos en el jardín de Andrea y Simona para cenar. 

Sigo echando de menos la calle y todo lo que la calle implica. En este Véneto rural, si quieres, puedes pasar meses sin chocarte con un vecino, porque la realidad no obliga a habitar el espacio compartido. Esta esquinita del mundo a la que hemos decidido venirnos tiene, sin embargo, la capacidad de ofrecer destellos, lejanos entre sí pero acogedores, que son como faros, y que invitan a ese encuentro del que, afortunadamente, somos todos dependientes y responsables. 

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